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Febrero 07, 2003

Lo que la Coca_Cola me trajo o el Efecto magdalena.

El bigotudo de Marcel Proust tenía razón con la historia aquella de repostería y remembranzas. Eso no justifica, desde luego, que nos encontremos en las librerías En busca del tiempo perdido dividido en cómodos (y a varios puñados de euros cada uno) ejemplares separados , como capítulos a granel o algo así. No lo he leído y decididamente no entra en mis planes hacerlo, pero imaginándome al tipo mordisqueando una magdalena y volviendo al pasado _ espero que a uno que no esté en ningún baúl propiedad de Karina _ he descubierto que algo similar me ha sucedido esta madrugada mientras me echaba una Coca-Cola en un vaso de a medio litro (Sr. Boli, si me está leyendo, gracias por la minivajilla de colorines, pero las bebidas espirituosas es mejor que me las siga echando en los de antes, para retrasar el empuje genético que , al observar a mi entidad paternal, parece augurarme la tenencia ilícita de mascotas no identificadas , denominadas “pochi” cariñosamente por los allegados y “barriga cervecera” por el resto de mortales. Pero me estoy yendo por las ramas).

El tema era el siguiente: la Coca-Cola y yo. Haciendo una especie de extraño viaje temporal en el que me he saltado gran parte de mi juventud y adolescencia (esa época de triunfos, en los que paseaba mi uniforme de animadora por todos los cementerios de la comarca) he retornado al lugar primigenio que la Coca-Cola ocupó en mi vida: los cumpleaños.
Ya sé que parece imposible, pero sí, tuve una infancia, y sí, me invitaban a todos los cumpleaños de los hijos de las amigas de mi madre. Y mi madre por desgracia ha tenido una vida social amplia, así que me puedo considerar una experta en la materia cumpleañil, y por extensión en la de la depresión prematura. Puedo por tanto afirmar, sin temor a equivocarme, que en todo cumpleaños anterior al 89 había una serie de elementos sin los cuales ningún criajo despreciable celebraba el día más asqueroso de su vida. Y un elemento importante era la Coca-Cola (y la Fanta y similares...a fin de cuentas todos tienen los mismos componentes químicos sospechosos de a mayúscula, guión y cifra). También era de rigurosa obligación el cassette cutre con cintas de Parchís o Machinga zeta o los pajaritos o cualquiera de esos tesoros musicales _lo único que merecía la pena _, y de los atuendos mejor no hablar (a esto dedicaré un capítulo completo). A veces la cosa podía animarse inesperadamente con una piñata, una excusa para partirle al fin la cabeza a algún asistente, aunque esto era en ocasiones excepcionales. Pero es que profundizando descubro que yo misma era uno de los elementos imprescindibles: ese niño/ata que en todas las celebraciones, invariablemente, derrama la Coca-Cola o se carga el juguete nuevo del protagonista o pasea la dentadura postiza de la abuela por toda la mesa creyendo que es otro regalo curioso (a veces las dos cosas a la vez, o incluso las tres...con cuántos lanzamientos de dentadura postiza habré derramado una hilera de vasos, acabando los dientecillos flotando en el contenido de aquellos que no alcanzó la furia mortal de mi brazo de acero). Resumiendo poéticamente: yo soy ese niño que se sentó en sus tartas, ese pejigueras que se quedó con un dedo pegado en el congelador al ir a por los polos de café con leche, la pazguata que se partió el bazo estrenando la bici ajena sin haber practicado antes con una propia. Yo soy la aguafiestas que hizo sus 80 más dignos y honorables. Y hoy observo cómo todo vuelve y se repite y me llena de júbilo , y me dan ganas de salir en bragas a la terraza a bailar coplillas del Payo Juan Manuel cuando pienso que en este mismo instante, derramando el vaso de medio litro de Coca_Cola, reafirmo mi personalidad y seguramente hago feliz a alguien en alguna parte, otra vez.
Jolgorio, albricias, fiesta vikingo-maquinera.
Ana Caína.


Febrero 7, 2003 06:35 PM