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Noviembre 27, 2003

Estoy mala.

Cualquiera que me conozca un poco sabrá lo que significa que yo diga eso. Sabrá también la frecuencia alarmante con que lo digo. Si me conoce más íntimamente, y si me ha visto en mi hábitat consanguíneo (teniendo la oportunidad de interaccionar con mis allegados) tendrá constancia de las encarnizadas competiciones que tienen lugar en el seno familiar a este respecto; en cuanto alguien de la familia dice estar enfermo esto se toma como un reto, y acto seguido todos y cada uno de los que conforman esta unidad genética se disponen a relatar con pelos, señales y, si procede, certificados médicos, sus males y dolencias. “Nadie está peor que yo”, indica cada uno armándose de argumentos, conocimientos sanitarios e informaciones leídas en la parte de salud de cualquier revista.
No sé si será por la costumbre; realmente creo muy posible que haya heredado esa característica y mi madurez esté irrevocablemente destinada a ser una repetición de la madurez de mis mayores. La verdad es que no me resulta difícil imaginarme, como mi tía, yendo al médico día sí y día no, pasando la mitad de mis horas dando conversación a otras personas que, como yo, se quejan de lo que tarda el doctor en atender y de lo bordes que son las enfermeras.
Mi otra tía _alias Fi_es con quien, matizando, tengo más cosas en común. Está el Mezcua que se queja con razones, el Mezcua que se queja con razones retocadas, y luego está el Mezcua que se queja por estética. En este último grupo brillamos como reinas indiscutibles mi Fi y yo. Nos gusta, si nos hacemos un rasguño en el dedo, envolvernos en vendas todo el antebrazo. Nos gusta llevarnos la mano a la cabeza lastimosamente si notamos leves síntomas de jaqueca. Tenemos muy agudizado el sentido romántico. Nos va la enfermedad, el tono pálido, las voces transformadas apenas en un susurro débil por el malestar físico.
No se trata de que seamos morbosas. Sentimos que otro esté verdaderamente enfermo, lo lamentamos, en serio. Pero si se trata de nuestros cuerpos, de nuestros dos pequeños organismos accidentados, la enfermedad se convierte en algo más que una cosa por la que seguir viviendo: el malestar se transforma en alguna clase de metáfora maravillosa, en una razón por la que escribir, en una desinfectada musa envuelta en algodones. Mi Fi en sus años mozos se inspiraba en el Che y en rebeldes mozas enemigas del sostén (lo primero ya bastante enfermizo de por sí) y se alegra ahora que trabaja en cecé oó (parafraseando a TVE) de que yo me haya saltado esa parte y haya ido a lo seguro: la enfermedad a menudo hace chanchullos asociada con la muerte, y como todos sabemos la muerte es un tema muy trascendental, al igual que el tiempo, el amor y tal vez los sorbetes de vainilla.
Por otro lado, creo que he adelantado a mi Fi en este asunto común nuestro de los ayes y los quejidos. Mientras que ella se va quedando obsoleta en sus conocimientos médicos, yo evoluciono, gracias a muchas horas de insomnio agradablemente invertidas en páginas de salud y foros donde el tema más candente es si Ramón de Gran Hermano padece ictericia.
Estoy mala, en definitiva. Nadie está peor que yo.


Noviembre 27, 2003 05:35 PM