Mayo 28, 2004

De mano ajena 17

Dos orates en busca de una quimera

Por Lisandro Otero

EL CAIMAN BARBUDO

Le preguntaron una vez a Alejo Carpentier cuál era la diferencia entre Shakespeare y Cervantes y respondió que si alguna vez regresaba a su casa y veía en su sala de visita a algunos personajes de Cervantes ordenaba que se trajera café y se ponía a conversar con ellos amablemente. Pero si llegaba a su casa y hallaba la sala llena de personajes de Shakespeare, inmediatamente llamaba con urgencia a la policía.

Esta comparación genial revela hondamente el carácter de cada autor. Me lo recuerda hoy viernes 23 cuando se efectua el Día del Idioma Español o el Día Mundial del Libro, que la celebración difiere según los países.

Ese día falleció Cervantes en su casa de la calle León, en Madrid, y esa misma noche, de ese mismo año de 1616, murió Shakespeare, en Stratford-upon-Avon, tras un día de jolgorio con Ben Johnson.

Shakespeare nos habló de príncipes y reyes, de traiciones de estado y magnicidios, de combates y pugnas de poder. Cervantes nos habló de gente de aldea, de sabiduría popular y de un pobre loco consumido por su obsesión.

Shakespeare vivió en una época donde una reina de la Casa de Tudor construía una nación, la dotaba de una marina que la haría dueña de los mares, atesoraba una fortuna en las arcas del gobierno y consolidaba una reforma religiosa. Era una época de germinación y esplendor, de advenimiento de una hegemonía, de exploraciones y coloniaje, de depredaciones y saqueos.

Cervantes vivió en un tiempo de declinación de un imperio otrora omnipotente; fue el período del descalabro de la Armada Invencible, de inquisición e intolerancia, de dispersión de caudales, de las rémoras de una administración ineficiente y centralizadora, de una casa reinante que iniciaba su ocaso.

Shakespeare se mantuvo siempre apartado del poder público, nunca cumplió misiones de gobierno. Si acaso alguna vez llegó a vestir la librea de los actores del rey. Se dedicó a escribir porque era un lucrativo medio de vida que le permitió adquirir propiedades en su burgo natal.

Shakespeare provenía de una familia acomodada, su padre era alcalde de Stratford, y tuvo una educación relativamente adecuada: latín, historia, pero no fue a la universidad y los estudios de lógica y retórica no estuvieron a su alcance.

Cervantes fue un autodidacto que aprendió a leer recogiendo en las calles pedazos de papel impreso. Su padre, un boticario sangrador, fue a la cárcel por deudas.

Cervantes viajó a Italia y navegó por el Mediterráneo, combatió en Lepanto y fue prisionero en Argel, organizó varias fallidas escapatorias y finalmente fue rescatado, mediante pago, y buscó inútilmente un acomodo en la burocracia real hasta que se ubicó en la intendencia de la armada.

Tanto Hamlet como Don Quijote son delirantes enajenados que no logran situarse dentro del contexto social en que residen. Ambos desafían su entorno y son derrotados por él. Ambos pretenden alcanzar un inexistente orbe armónico y se frustran en su empeño. Ambos son idealistas abrumados por su nobleza de espíritu. Ambos rechazan el absurdo de una sociedad donde los cuerdos pasan por orates. Tanto Cervantes como Shakespeare se sirvieron de dos idiomas que se hallaban en una etapa de formación y contribuyeron a madurarlo.

En esa época el latín era el idioma oficial de los cultos y gobernantes. La propia reina Isabel I dictó en varias ocasiones conferencias en impecable latín en las universidades de Oxford y Cambridge. El inglés se hallaba en una etapa de transición y tomaba vocablos del español, el francés y el italiano, que eran naciones de gran supremacía.

Shakespeare no fue un intelectual, como lo eran en su tiempo Ben Johnson o Francis Bacon, sino un hombre de negocios. Escribía para ganar dinero, y aprendió su oficio como cualquier panadero o zapatero. Terminó su vida rico, dueño de numerosas propiedades inmuebles y de acciones en los teatros de Londres.

El vigor verbal de Shakespeare, ese flujo de imágenes afortunadas, ese torrente poderoso de palabras, su sensibilidad poética, se debieron a una rapidez mental que podía inventar con celeridad situaciones dramáticas y apoyarlas en un marco de suntuosa expresión oral.

El lenguaje de Cervantes le debe mucho al habla popular, a un oído atento a las expresiones vernaculares y a la tradición de la narrativa oral.

Ahora, cuando han transcurrido casi cuatro siglos de la desaparición de aquellos escritores, se les reconoce haber profundizado en el conocimiento de la idiosincrasia humana y habernos legado testimonios artísticamente bruñidos de la época en que vivieron.

Se valieron de las palabras para expresar estéticamente una visión del decursar terrenal. Como fueron hombres de su tiempo han existido para todos los tiempos.

Escrito por Francisco Bonal a las Mayo 28, 2004 10:39 AM
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