3 de Enero 2006

EL PEQUEÑO LIBRO DE LA VIDA

No será este el último que le escriba.
Ni tampoco es el primero. En los últimos años he tenido el raro privilegio de verlo resucitar de las más variadas enfermedades. Como la forma de un duelo anticipado me venía acostumbrando a los desenlaces en sostenido. Que siempre quedaban a medio frustrar como el final de una serie televisiva.
Los recuerdos emergen como corchitos desde el fondo del agua y la inconmensurable bronca anidada por no haber sabido sortear la última pared que nos separaba se me acaba de cambiar en una sensación de extraña vacuidad de conflicto cuando a través del vidrio de la mesa centro de mi casa termino de descubrir mientras ceno el último regalo que me hizo: un libro. Y para mi no podía ser de otra forma. Estaba yo tan enojado que no lo leí. Fue para el último día del padre. Recuerdo un camioncito que me regaló cuando tenía no más de 8 años en la auténtica Galería Pacífico (no la de ahora invadida por turistas). Y también un disco para Navidad de “Creedence Clearwater Revival” que terminó en tragedia psicológica cuando le confesamos con mis dos hermanos que ya lo teníamos, y nos llevó a cambiarlo y el vendedor no lo quiso hacer porque estaba haciendo el inventario. Delante de nosotros se lo tiró por la cabeza, lo puteó y nos sacó del local. Él siempre hacía esas cosas. Salir a pasear en el auto era una verdadera pesadilla. Comer afuera era una experiencia que ya conté más abajo.
En los últimos años todo se había agravado. Lenticularis. Nunca le escuché una buena calificación por algo que yo hiciera. Siempre esperé su reconocimiento y de allí que lo he perseguido a través de todos los que me he cruzado en la vida.
Ha sido la única persona con la que lloré viendo el subir y bajar en bici a Sandrini al grito de “la vieja ve” sobre el final de “Cuando los duendes cazan perdices”. Pero lloramos con disimulo. Moqueando a escondidas. Sin que ninguno de los dos advirtiéramos que el otro era un débil.
Debe de ser difícil ser padre de varones. Creo que una vez me llevó a jugar al fútbol. Yo por suerte tengo tres hijas. Y en estos días me abrazaron y lloraron conmigo. Sin esconderse. Las mujeres son así.
Él siempre me consideró el más flojo de los tres hermanos. A mi eso de la sangre y de las enfermedades nunca me agradó.
Por eso me hice abogado. Y no médico (que me hubiera gustado).
Sin embargo, en estos últimos cinco meses hice más de médico de familia que de abogado: hace cinco meses que mi madre está internada. Ha quedado medio desquiciada la pobre después de tanta intervención quirúrgica. En el medio, él y yo. Yendo y viniendo. Puteándonos de corrido, en el idioma que encontráramos propicio para la ocasión. A todas las horas.
Cuando hoy mi madre dijo, “ayer estuvo Miguel conmigo”, y comenzó a comer después de tres meses de sonda nasogástrica, yo volví a creer en los ritos que había perdido. Mi papá falleció el último 31 de diciembre. Hace apenas tres días. Y ella no lo sabe aún. Lo llevé a un jardín y lo dejé cerca de unos eucaliptos. Igual de grandes a los que no le dejaban crecer por su sombra las plantas de la quinta de Tortuguitas. De esa forma va a poder seguir puteando contra las moles cinerarias para no perder la costumbre. Aunque estoy seguro que en este momento se debe de estar riendo de lo que escribo. Traten de no jodernos con boludeces: estamos haciendo las paces.

Escrito por Timon a las 11:23 PM | Comentarios (3)