Octubre 24, 2005

La crónica como espacio de representación de la ciudad

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(La ciudad como búsqueda de lenguaje
en el espacio de la crónica)

Por: Milagros Socorro

Introducción
Los temas de la crónica parecen provenir de un borde de desinterés en el que quedan relegados aquellos asuntos que no ocupan los espacios serios de las publicaciones periódicas. Los relatos de la relevancia encuentran su ubicación en las páginas destinadas a la información codificada: política, economía, educación, salud, deportes, sucesos y, en menor medida, según la publicación, cultura. La actualidad, los hechos producidos en un ayer revestidode pertinencia pasan a integrar el signo de la noticia, pero hay otros que importan a muy pocos; generalmente, sólo a los grupos que viven esos eventos en carne propia... o a un cronista que los percibe, casi los huele, desde su sensibilidad particular. Del extenso y complejo entramado de la realidad, el cronista elige un hecho, casi siempre escapado a la información diaria, o señala un costado inédito de esa información ya banalizada de tanto ser transitada desde un mismo punto de vista por los periódicos o revistas; lo elige -o es elegido por él- lo observa, lo manosea, lo escucha en toda su polifonía hasta que finalmente lo escribe. La crónica es escritura. ¿Qué tipo de escritura? Los manuales de periodismo inscriben en piedra lo ineluctable de su normativa: toda información periodística debe contener las 5 W + H, ( what, where, when, who and how ). Qué paso, dónde, cuándo, quién lo hizo o a quién afectó y cómo fue que pasó. En autos de esto, el relato debe organizarse en la forma de una pirámide invertida: lo más relevante del asunto debe ubicarse en el primer párrafo, o lied , y el resto de los elementos se dispondrá, según su jerarquía, de mayor a menor de manera que el aspecto más intrascendente quede al final, en la cola , de forma que si el editor debe cortar el texto por las limitaciones de espacio en la página, el lector quede satisfecho porque de todas formas ha recibido lo más importante. Así se se escribe una noticia. La noticia es escritura. ¿Qué tipo de escritura?

Sin salir del ámbito del periodismo estamos ante dos clases de escrituras. Una que se rige por pirámides invertidas y otra que invierte las pirámides para regirse únicamente por las leyes de la observación y de la representación, dentro del signo, de hechos que pudieran ser reales pero que sólo lo son en la medida en que el lenguaje los organiza según una jerarquía personal, la jerarquía de la mirada de la mirada. Edgardo Rodríguez Juliá, cronista venido de la literatura (y no de las aulas de periodismo donde se imparten los manuales en dosis de tres cucharadas por hora) define el género así:

“Una manera de ir a la calle, de dar testimonio directo, evitando la formalidad del ensayo, incluyendo algo de lo narrativo y, sobre todo, dando una visión muy personal, muy testimonial, de los hechos, de los sucesos, de los acontecimientos; de aquello que, por decirlo así, captura la imaginación del pueblo, la imaginación popular”.

Esta definición puede contribuir a delimitar el tipo de escritura de la que hablamos cuando hablamos de crónica. No es la realidad ni la calle, es una manera de ir a la calle, una manera personal, por tanto singular, única. “No existe conocimiento objetivo propiamente dicho,” apunta Rolf Breuer, “es decir, que no existe objeto sin observadores”.

Pese a las diferencias ideológicas que separan a los distintos periódicos, es común constatar los tratamientos uniformes que se le asignan a diferentes informaciones, y no es extraño que dos o más periódicos titulen en forma casi idéntica una información. Pero es imposible que dos crónicas sean iguales, como sería inconcebible que dos cuentos o novelas con semejantes referentes fuera del texto fueran iguales. Otra vez, ¿qué tipo de escritura es la escritura de la crónica? No es la meramente informativa puesto que privilegia el particular acercamiento de un observador a un hecho, mientras que en la perspectiva periodística el observador se presenta anulado frente al hecho observado; y tampoco lo es en cuanto a su representación ya que la escritura de una cierta manera de ir a la calle no se produce según las normas que han hecho de la noticia -o de la escritura periodística- una mercancía altamente codificada. El cronista elabora un relato paralelo a la realidad con una intención estética manifiesta, donde el signo narrativo es metáfora del signo real -y no su reproducción en términos de pacto de credibilidad-.

La escritura de la crónica es, pues, la escritura de lo híbrido no sólo en el sentido obvio de que apela y amalgama visiones del periodismo y de la ficción literaria, sino porque conjuga éstos y otros discursos con un carácter secuencial y fragmentario de la historia (para decirlo en los términos de Carlos Thiebaut) que rescata eventos de ese borde de desinterés en el que permanecían sumidos antes de ser nombrados por la crónica y convertidos en iluminaciones sujetas a lo provisional de los periódicos y revistas, olvidadero impreso al que están, por su destino híbrido, atadas.

Sergio Dahbar, objeto en estas páginas de un acercamiento teórica a la crónica, lo expresa así:

“Sería injusto cerrar esta introducción sin advertir que estos textos fueron publicados en la prensa y quizá olvidados al día siguiente. Un fiero empeño me consuela: ya nada los une a lo que alguna vez fueron. Ya no soy la misma persona que escribió los artículos en 1982, ni la que ayer nomás intentó iluminar las tinieblas de Graham Greene. Estos trabajos han cambiado de idéntica manera y difícil resulta conocerlos. Hoy existen a través de las omisiones, que deben ser muchas, y los logros, escasos como la felicidad.”

La crónica revela una nueva -y disímil- manera de ligar al autor/periodista con la realidad y, por ende, replantea el carácter con que ésta puede ser recepcionada por el lector. El periódico propone a su audiencia una realidad, se la ofrece como la única versión aceptable y creíble de los hechos y para ello apela a lo que en el argot periodístico se denomina la fuente : una persona o vocero de una institución, premunida de autoridad, que suministra las informaciones y los datos. Por tanto, los contenidos que el periódico ofrececomo versión legitimada de los hechos provienen de una fuente fidedigna que suscribe lo afirmado en el relato noticioso.

La crónica, en el otro extremo, no tiene más basamento que el discurso elaborado por el cronista/observador; y es él la única fuente . Su autoridad no tiene más sustentación que la de su selección y su lenguaje: una perspectiva personal cuyo signo es el lenguaje, el signo narrativo. Y con ello, no sólo plantea una manera alternativa de ligazón con la realidad -sin la mediación de los discursos oficiales; sin el apoyo de cifras y estadísticas que den cuenta de lo real con el auxilio de la objetividad numérica; y sin la legitimidad que admitiría una voz reconocida en la jerarquía de los cargos y las especializaciones-, sino que a su vez propone al lector otra vía de leer la realidad.

El periodismo informativo (la noticia, la reseña, el reportaje) se apoya en la ilusión del mimetismo con la realidad, mediante la disolución de la mirada subjetiva de un determinado observador ante la contundencia del objeto real. Si un reportero acude al lugar de los hechos , el escenario donde se está produciendo o acaba de producirse el evento que el periódico ha seleccionadodel amplio fresco de la realidad para ofrecerlo a sus lectores como síntoma de lo real, lo hará como mediador neutral entre estos hechos y los lectores. La norma prescribe que sus visiones personales deben permanecer acalladas, en aras de la objetividad , desiderátum de la credibilidad periodística. La noticia que escribirá posteriormente deberá citar a las autoridades policiales, al rector de la universidad, al director del banco o al presidente del sindicato, ya que son éstos quienes poseen la verdad y son éstos quienes deben enunciar el discurso. La noticia no se hará con base en impresiones o a opiniones del reportero sino en datos inapelables que reproduzcan la realidad. Por el otro camino, un cronista irá al mismo lugar de los hechos a poner en escena su mirada, a desconfiar de las versiones oficiales, a localizar las fisuras de ese dicurso autorizado por las que se cuela la incredulidad, la sospecha, la ironía, esa otra manera de nombrar que se propone al lector como forma de realidad -o como una forma más de realidad-. Por este camino, el cronista deviene consciencia ordenadora de la realidad y es su mirada la que confiere volumen a los hechos. El protagonismo de los referentes se producirá únicamente en la medida en que éstos sean nombrados.

Aunque la crónica tiene en Venezuela una larga historia, es en la década de los 80 que encuentra su mayor desarrollo. Impulsada por demandas de mercado, por presiones de los mismos periodistas -ya todos formados en las escuelas de Comunicación Social del país, donde se ha puesto énfasis en el tratamiento del lenguaje en el periodismo y en la responsabilidad -ética o compromiso- personal ante la escritura periodística-, y en parte, también, por las influencias del Nuevo Periodismo, corriente que en los Estados Unidos legitimó -con premios, tiradas millonarias y el favor de los lectores- la hibridización entre el periodismo y la literatura hasta el punto de atraer escritores como Truman Capote, Tom Wolfe y Norman Mailler, por mencionar sólo algunos de una extensa lista-, la crónica fraguó en Venezuela, durante los años 80, como la vía expedita para narrativizar los cambios operados por el paso de una sociedad sumergida en la ilusoria prosperidad petrolera al caos y el empobrecimiento que comenzaron a gestarse en esos años. El alza de los precios del crudo y el consiguiente cosmopolitismo que el aumento de la renta petrolera impuso en la sociedad venezolana comenzó a dar muestras de desvanecimiento a comienzos de los 80. Sobrevino entonces una etapa de transición, de violentos cambios que sólo una escritura de la urgencia pudo abarcar. Los ámbitos de la noticia se hicieron estrechos para dar cuenta de una realidad que cambiaba antes de ser aprehendida por reflexiones más sedimentadas y la historia estaba haciéndose en la calle, en el Congreso, en las comunidades, en la periferia urbana que comenzaba a hacerse notar como un Otro peligroso y omnipresente.

Un sólo lenguaje era inhábil para expresar la naturaleza y variedad de los cambios. Lo dado se hizo poroso y una sociedad fragmentaria emergió en la confusión. Era preciso un nuevo discurso para nombrar, nombrarnos. Susana Rotker lo expresa de esta manera:

La crónica periodística fue la metáfora de los 80: no una escritura tersa, elaborada y macerada por el tiempo, sino la irreverencia misma, la frivolidad, la contradicción y la fragmentariedad, el deseo de desnudar y del escándalo purificador, la mezcla de cosmopolitismo con la orgullosa reivindicación de vocablos originales, la conciencia del lenguaje y de la forma como valor absoluto en la escritura; la frecuentación del borde, de lo marginal, de aquello que se ha mantenido puro dentro de su propia corrupción pero autónomo en cuanto a los discursos oficiales.

(ROTKER, 1993, 122)

La fundación de El Diario de Caracas por esos años y la definitiva influencia de los escritores argentinos Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Terragno (miembros de su primera directiva) vehiculizaron en buena medida este discurso que comenzaba a hacer eclosión en nuestras páginas periódicas desde los 70. Los cambios -de propietarios y de plana directiva- operados en ese periódico interrumpieron un proceso que resultó crucial en el periodismo venezolano pero ya el espacio para otra escritura periodística estaba mellado en el orden imperante de adocenamiento y conformidad. La crónica había ganado un terreno que, al menos durante los 80, no hizo sino prosperar en otras publicaciones.

En el presente trabajo revisaremos algunas crónicas de Sergio Dahbar (Argentina, 1957) quien se inició como periodista en Venezuela por esos años y transitó este género, al tiempo que participaba en talleres literarios y publicaba un libro de relatos ( Balada para un Packard Gris , 1983). En estos textos, publicados durante los 80, en el suplemento Feriado del diario El Nacional y recogidos posteriormente en un volumen editado por Alfadil con el título Sangre, dioses, mudanzas (1990), intentaremos rastrear las modalidades que adopta la representación de lo urbano -Caracas- en la crónica.

En la crónica Edificio La Sierra Catorce pisos calientes , una comunidad de vecinos afronta el inminente desahucio con que amenazan los dueños del inmueble. Con este referente, la crónica se convierte en parábola de una ciudad donde todo alojamiento es provisional, donde todos los vecinos son llegados de alguna parte y muy pronto se irán también sin dejar huella de su paso. Muy pocos se conocen entre sí y aunque al verse amenazados surge entre ellos una solidaridad momentánea, todos desconfían de todos. El edificio es metáfora de una casa mayor -la ciudad- que repentinamente se ha vuelto caótica, los servicios colapsados, las inmediaciones horribles y la convivencia letal.

En El guachimán que viajó al corazón de las tinieblas , el Cubo Negro de Chuao, emblema de la pujanza finisecular, cajón arquitectónico hecho más a la medida de la ambición de los hombres que de los hombres mismos, es escenario del suicidio de un vigilante. Otra vez, el lugar es el nombre y el nombre se expande de la circunstancia para abarcar toda la ciudad que aparece aquí como vitrina de una crisis mucho más profunda que la súbita locura que lleva a un celador a meterse una bala en el cerebro.Y en El rey de Caracas , la ciudad se ofrece explícitamente como un animal indomable que un motorizado, otro loco, voluntario de la noche, aspira aquietar con sus oficios.

Cuando Sergio Dahbar rastrea insólitos personajes nocturnos como un vigilante que se vuelve loco de soledad entre los infinitos espejos y paredes de vidrio negro del edificio que custodia; cuando le sigue los pasos a un joven fascista vocacional que recorre en moto las calles de Caracas con el ánimo de hacer justicia por su propia mano [...] lo que hace es buscar signos de la ciudad, signos de la verdad, signos para refugiarse, para decidir acerca de una interpretación. Pero el sentido común que deambula por las noches de Caracas, no suministra más que evidencias contradictorias.

(ROTKER, 1993, 125)

Todas las crónicas de Dahbar rescatan una voz -o muchas- de esa ciudad que respira en el margen del desinterés colectivo. Y al acometerlas en ese género de la hibridez es como si tanteara la aparición de un lenguaje paralelo con el fin de hacerlas audibles por sobre la banalidad de tanta reseña de sucesos en que los cadáveres se apilan por párrafos, sin rostro ni más estilo que el de una enumeración desprovista de sentidos.

Cada día la página roja de los diarios aparece primorosamente bordada con el punto de cruz de los asesinatos y hechos violentos que sacuden la ciudad pero rara vez este relato hecho a trompicones -con datos emanados directamente de la morgue o los destacamentos de policía- logra abultar la consciencia de lector con algún significado. La enumeración del lunes precederá a la del martes y así hasta que la referencia a cuarenta muertos un fin de semana no conmueve, ni espanta, ni significa. El lenguaje se ha vaciado de su poder de comunicación y de metáfora.

Ante ese achatamiento, la crónica se planta ante los hechos, los vuelve a ver -si no es que los ve por primera vez-, saca del paréntesis lo que parecía adjetivo -lo humano, el detalle, ese llanto que alguien oyó y hoy recuerda con escalofrío-, se detiene para recoger el gesto, el tumulto humano, lo que de gentil tiene la brutalidad. Y lo reorganiza todo, dándole una nueva orientación: ese vigilante cuya muerte engruesa las cifras acostumbradas tuvo un pasado y habló de esta manera. Wolfgang Iser ha señalado esta capacidad en la literatura:

La literatura compensa los déficits de orientación en las relaciones humanas, producidos por los sistemas dominantes de la época. La novela y el drama formulan posibilidades que excluyen los sistemas sociales dominantes, y que no pueden ser introducidos en el mundo cotidiano más que por la ficción. Esta función de la literatura explica también por qué existe la tentación de oponer la ficción a la realidad, siendo así que, de hecho, la ficción se refiere más bien a lo que los sistemas dominantes ponen entre paréntesis, y que por ello no pueden introducir directamente en la vida cotidiana a la que organizan. Como quiera que la ficción constituye el contexto global de la realidad, no se opone a la realidad, sino que se comunica con ella.

(ISER,184)

La forma en que la crónica se comunica con la realidad es lo que la hace singular dentro del universo de los géneros. Su particularidad estriba en que parte de la realidad y a la vez parte la realidad con el filo de una observación muy exacta. La mirada del cronista demarca los extremos de la realidad: aquí empieza y aquí termina, según adjudica extremos a su relato (Hayden White), pero no aspira a imponerle extremos a la realidad. Simplemente la mira en determinados segmentos. Nunca supimos qué pasó con los vecinos del Edificio Sierra, suponemos que habrán terminado en la calle como la crónica nos enseña a temer, pero desconocemos a ciencia cierta el desenlace. Lo que la crónica nos muestra es el instante de la desesperación, ese fragmento del tiempo en que 42 familias amanecían bajo un techo en el que ignoraban si pernoctarían. Ese centelleo entre el ayer y el mañana, por ese intersticio asoma la crónica y a esa manera de sesgar la realidad debe su poder expresivo.

Y se comunica con la realidad sin perder la independencia de sus aspiraciones. Es ostensible en estas crónica la función estética que desempeñan a pesar de la inmediatez con que fueron escritas, muy probablemente en la redacción del periódico. Escritura rápida para un referente que cambia en la medida que se escribe. La comunicación con la realidad se establece, pues, en más de un sentido.

La supremacía de la función estética convierte la cosa o el acto en el que se manifiesta en un signo autónomo, desprovisto de conexión unívoca con la realidad a la que alude y con el sujeto del que proviene o al que se dirige (autor y receptor de la obra artística).

( MUKAROVSKI, 236)

A la luz de esta afirmación de Mukarovski se va aclarando la función de la crónica y el registro en el que opera, en contraste con el código periodístico y el relato de ficción. Una vez organizados los hechos en el interior de la crónica, éstos se perciben autónomos de los hechos comprobables en la realidad, son otra cosa. Y la conexión que mantienen con el referente no es unívoca, son otra cosa.

La razón de ser del arte respecto a las demás actividades del hombre viene dada, pues, precisamente por el hecho de que el arte no está orientado hacia ningún objetivo unívoco: desde el punto de vista funcional, su tarea es la de liberar la capacidad de descubrir del hombre de la influencia esquematizante y atadora de la práctica de la vida, hacer tomar consciencia al hombre, una y otra vez, del hecho de que la cantidad de posturas activas que puede adoptar frente a la realidad son tan inagotables como el carácter multifacético de la realidad encubierto por la estancada jerarquía de funciones de orientación única.

(MUKAROVSKI, 237)

La crónica como “realidad inventada”, que diría Rolf Breuer, “construida, en la aparente realidad de las situaciones que se desarrollan en el texto” libera la capacidad del lector de descubrir esa otra faceta de la realidad que los discursos oficiales escamotean y disfrazan. Esa carga de tristeza y desesperanza que Dahbar atribuye al vigilante suicida -y a sus colegas- es apenas uno de los cortes que pueden hacerse al monolito de la realidad. La crónica horada esas orientaciones únicas con muchas posibilidades de lectura y, sobre todo, de escritura. Ya que la crónica parte de la realidad para establecer con ella sus particulares formas de comunicación, en esa adecuación va formulando maneras de escribirla. Como ha dicho Carlos Thiebaut: “esa tarea interdisciplinar de construcción de lenguajes, aunque sea a partir de dañadas piezas preexistentes, puede apuntar a nuevos conceptos con los que reubicar disciplinas, problemas o interrogantes...”

Más que ofrecer una versión definitiva que sustituya y anule a las anteriores, las suministradas por el discurso canónico, la crónica introduce preguntas, arroja luz sobre las oquedades, más para señalar los oscurecimientos que para proponer una verdad paralela y revestida de nueva autoridad. Para ello, este género está siempre enunciándose en “un nuevo lenguaje interdisciplinario, intersticial”, que llama Thiebaut. Por lo apuntado anteriormente, porque se desliza por los intersticios de lo conocido y lo sospechado, de lo nombrado y aquello que permanece aún sin nomenclatura. La crónica está hecha para un día -el día en que circula el periódico- y en esa temporalidad inscribe sus alcances: lo que se vislumbra hoy, lo que en este momento soy capaz de alcanzar con mi mirada y nombrar con una función estética que no rebasa la urgencia.

Estas pocas crónicas de Dahbar aludidas aquí vuelven también a un asunto que recorre todo el género en Venezuela: la pregunta por nuestra identidad. A la gran interrogante nacional el cronista agrega las suyas, siempre tras la pistas de las señales que nos identifican. En Portero de noche , el “protagonista” es un colombiano recién llegado que nada más avencindarse en Caracas consigue un puesto como recepcionista de un hotel de encuentros fugaces: ésa será su perspectiva de la ciudad, una colmena no muy limpia donde los cuerpos sostienen breves coincidencias.

Nada refleja más el carácter transitorio de Caracas que sus hoteles: florecen como hongos salvajes, abrigan todos los placeres sospechados, poseen un sentido nómade de la ubicuidad, y desaparecen sin que ninguna nostalgia recuerde sus intimidades. Se reproducen en las esquinas, en los espacios verdes, en las quintas olvidadas, en los cordones industriales, en calles que guardan secretos y retorcidos amores.


(DAHBAR, 1990, 63)

Desde su puesto de observación el portero irá formándose una idea de la gran ciudad y si alguna vez escribiera a su casa, en un pueblito colombiano, el relato de Caracas sería el de los atracos -varios en dos semanas-, el del machete que lo acompaña para soportar los sobresaltos de las madrugadas, el de la perplejidad de las camareras obligadas, bajo salario, a recoger el reguero del amor de alquiler. En fin, no sabemos de qué habla la escritura del portero de noche, pero la de Dahbar nos muestra la escena de una nación que no termina de constituir el perfil de su identidad. Acaso toda crónica aparezca cruzada por esta duda. Thiebaut propone una respuestas a la interrogante:

Tal vez la intuición escondida tras el intento tenga que ver con la certeza de que venimos careciendo y estamos necesitados de lenguajes definidores de nuestra identidad, de formas de textualidad que permitan enfocar -y no desenfocar- las exigencias del presente, y ello no sólo en términos metafóricos o filosóficos, sino también, y no en pequeño grado, en términos políticos.

(THIEBAUT, 1990, 27)

Quizá esa frase sea la que compendie más exactamente el espíritu de la crónica: una intuición escondida tras un intento. Y que en su urgencia, la crónica esté proponiendo lenguajes definidores de una identidad que ningún otro género termina por ofrecer. Quizá en todas esas páginas que malguardan las hemerotecas residan las textualidades que todo el tiempo han permitido enfocar las exigencias del presente. Este asunto de la verdad atrapada en el fondo de un archivo oficial en franco deterioro sería magnífico tema para una crónica, metáfora de una memoria que no resiste la intemperie.
1991-1992





Escrito por Parafrenia a las Octubre 24, 2005 10:18 PM
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