Octubre 09, 2007

Londres y la velocidad

correraz.jpg

Por: Jorge Omar Viera

Las ciudades son como los muertos. Las conservamos en la memoria con la imagen de nuestra experiencia, con el mismo amor, indiferencia u odio, y aunque sabemos que siguen progresando en forma inexorable hacia su apogeo, su decadencia o su destrucción, el cambio que experimentan a través del tiempo, sin nosotros, nos resulta inimaginable. ¿Cómo podrían sobrevivir sin nuestra memoria? Imposible. El mundo sin uno, sin la propia mirada, nos parece imposible.

Y sin embargo la mayor parte del tiempo –a menos que tengamos el privilegio de presenciar la fundación, destrucción o abandono de una ciudad (Brasilia y Pompeya serían ejemplos ilustres)– las ciudades nos han precedido y con mucha mas certeza nos sobrevivirán. Para consolarnos de nuestra redundancia, conviene pensar en las ciudades como naves, que realizan un viaje incierto y a las que a veces abordamos por un tramo del camino. Luego siguen su marcha.

De allí a asignarles una velocidad hay sólo un paso.

¿Y a qué velocidad se mueve Londres y cómo es posible medirla?

La velocidad es un concepto relativo que depende del punto de observación. Si nos situamos una mañana en el portal de Victoria Station o bien en el pretil de London Bridge de o cualquiera de los catorce puentes que cosen las orillas del río, tendemos a pensar que la ciudad se mueve al paso de sus multitudes. Si abordamos uno cualquiera de sus medios de transporte, adquirimos su velocidad y su perspectiva. Luego está el problema de que la ciudad misma se desplace, expandiendo sus fronteras e incrementando su población.

Para muchos habitantes de los pueblos linderos del antiguo Londinium –por ejemplo los moradores de campiñas bucólicas como Hampstead o Mile End o Clapham–, la ciudad vino una mañana a tocar a sus puertas. Hacia mediados del siglo XIX se produjo una explosión demográfica y cartográfica que llevó a Londres a duplicar su tamaño y su población. Si hoy día vamos a cualquiera de sus barrios y nos dejamos llevar por indicios pueblerinos como un silencio perfecto roto de cuando en cuando por el ladrido de un perro o el sonido del viento entre el follaje o la campanilla del camión del lechero, la ciudad nos parece lenta e incluso rural; si hacemos la caminata hasta la calle principal o la estación más cercana de Metro o de tren –pongamos una de las estaciones de cristal y acero del perímetro de la línea Jubilee– tendemos a pensar que hemos sido engañados y que en realidad estamos en el interior de una máquina acelerada o en la turbina de un motor sobre la que un ingeniero gracioso ha pintado escenas campestres.

Vivir en Londres es vivir a varias velocidades y en varios mundos y épocas. Una diferencia de unas pocas calles o unos pocos minutos puede sumirnos en un período o una cultura diferentes. Traspasar una valla es a veces traspasar un milenio; y meterse por uno de los callejones que separan las hileras de viviendas en forma de monobloque o terraza es a veces pasar del sórdido complejo industrial en ruinas a la avenida más marchosa o al barrio residencial más coqueto o al parque recién florecido de rosales y canteros de tulipanes o al patio de una iglesia gótica poblado de lápidas cuyos nombres han sido borrados por la lluvia de cientos de años. Una humilde cerca de jardín separa generaciones y continentes, y uno se queda con la impresión de que la contigüidad en el espacio es contigüidad en el tiempo. No solamente la ciudad se comporta como una máquina, sino como una máquina de viajar.

Fue Le Corbusier, el arquitecto que escribía como un poeta, quien propuso ya a principios del siglo XX en su libro Hacia una arquitectura, que podemos pensar una casa –y por extensión una ciudad– como una máquina de habitar. Una casa o una ciudad son un espacio dinámico, capaz de múltiples funciones. Las ciudades, estirando hasta el límite el aforismo de Le Corbusier, son también máquinas dotadas de su propio movimiento y de su propia velocidad. Las ciudades son medios de transporte y si me apuran, diré que las ciudades son máquinas del tiempo.

Según nos enseñan los astrofísicos, la idea del viaje en el tiempo es posible –y plausible– a condición de que alguien decida financiar la investigación y sostenga el esfuerzo y el apoyo de un número n de generaciones de científicos durante un tiempo indeterminado. Mientras no exista esa posibilidad, deberemos conformarnos con viajar hacia el futuro usando el combustible de nuestra propia vida y abordando el complejo medio de transporte que es una ciudad. La paradoja de este movimiento es que nuestra lentitud lo vuelve casi imperceptible.

Toda ciudad es el río de Heráclito y se diría que no existe sino para destruir nuestra ilusión de permanencia. Toda ciudad se mueve en el tiempo y la idea de velocidad le es inherente. Podemos pensar en la ciudad misma como un medio de locomoción que nos cobija a medida que crecemos y avanzamos y al igual que nosotros lo hace en una sola dirección.

Londres produce más que ninguna otra ciudad la sensación de estar dentro de una nave y al igual que un crucero, la sensación de ser un viaje dentro de un viaje y de que el destino no es tan importante como la travesía misma.

Para quien vive y ama la ciudad, Londres se transforma no solamente en una nave, sino además en un destino. Como medio de transporte, la ciudad es lo más parecido a la máquina del tiempo de Wells. Y como máquina del tiempo, la ciudad parece cumplir con lo que Stephen Hawking llama "la conjetura de protección cronológica": una ciudad no puede sino desplazarse hacia el futuro.

En los más salvajes sueños compensatorios de los londinenses –compensatorios a causa de su clima, su carestía, su soledad, su neurosis– imaginan que no es necesario viajar a ninguna parte ya que Londres no es más que el futuro del mundo y algún día todo el mundo será Londres.

Sólo se trata de esperar, sin moverse del sofá ni dejar de asir el asa de la misma noble taza de té frente a la pantalla en la cual ha de aparecer en cualquier momento un periodista de la BBC World diciendo que Londres acaba de aterrizar en un pueblito del medioeste americano o del sudeste asiático.

Si visitamos una ciudad de vez en cuando, o quizás una sola vez en la vida, nos parece como si al dejarla atrás se quedara detenida por obra de un conjuro. Tratamos a las ciudades con cierta condescendencia, pensándolas como estaciones o puntos en el mapa. Las pensamos inertes y siempre a nuestra espera. Acaso, nos decimos, no volverán a existir hasta la próxima vez que les dirijamos la mirada. ¿Acaso Londres queda suspendida en un sortilegio de Bella Durmiente cada vez que me ausento de ella?

Para las ciudades vale más que para ninguna otra cosa el bello oxímoron de Octavio Paz: "la fijeza es siempre momentánea". O tal vez: "la fijeza nunca es enteramente fijeza y siempre es un momento del cambio". Hacemos una fotografía frente al Taj Majal como quien pesca una trucha del río o caza una mariposa en una jungla. Miramos la foto, miramos el pescado, pinchamos la mariposa en un cartón y la enmarcamos: así nos creemos que el río, la jungla y Nueva Delhi siguen siendo los mismos. Pero las ciudades nos hacen trampa, cambiando mientras las observamos o alterando la impresión que tenemos de ellas de la noche a la mañana y entre una y otra visita, si acaso tenemos ocasión de verlas más de una vez. Luego está el hecho de que la ciudad misma viaja y si bien nos creemos sus protagonistas, sus habitantes, no somos más que sus pasajeros.

Si la ciudad es un medio de transporte, lo es tanto físico como espiritual. En una ciudad uno se desplaza con el cuerpo y viaja también con la mente. La ciudad es desde luego un objeto físico, pero también es un objeto metafísico: es una máquina de recorrer y de meditar; una máquina del tiempo y un ordenador de la memoria. En Londres, como en pocas ciudades, esta noción se vuelve espectacular porque la ciudad trazada en círculos concéntricos tropieza con su propio pasado y porque su población de seres vivos es equivalente a su población de fantasmas. En toda ciudad uno viaja a través del espacio, pero sobre todo a través del tiempo (aunque con más frecuencia nos demos cuenta de lo primero que de lo segundo). En Londres la travesía se complica aún más porque además de desplazarse por el espacio y por el tiempo, uno se desplaza por los universos paralelos de una Babel de más de doscientas lenguas y culturas: Londres es el ómnibus a bordo del cual recorremos nuestra fantasía y somos a la vez recorridos por la fantasía de los otros.

La máquina de viajar
En un mundo de varias velocidades, Londres ha importado los ritmos de sus antípodas: ha exportado un imperio y ha adquirido un universo; se ha apropiado del campo que la rodeaba y lo ha vuelto ciudad, y a través de la construcción de rascacielos comienza a hacer suyo el cielo por el que durante tanto tiempo se dejó subyugar. A cambio ha exportado la pesadilla decimonónica a los trópicos; la voluntad victoriana triunfa en los talleres techados de chapas donde personas sin nombre y sin derechos manipulan a cuarenta y pico de grados centígrados la ropa de abrigo que los londinenses utilizaremos en el inviertoño. Londres no es solamente la ciudad que vemos sino el turbio espectro de su historia diseminado por todo el planeta. En muchas ciudades se encuentran restos de Londres y se detecta la tracción a sangre que comenzó con los latidos de su era industrial.

Máquina de viajar, máquina de máquinas. Dickens la llamaba Villa Carbón (Coketown) y el historiador de las ciudades Lewis Mumford, “la colmena oscura”, sugiriendo un infierno compartimentado de laboriosidad en penumbra. El escritor Ford Maddox Ford decía que “Londres comienza donde empiezan los árboles negros”, los plátanos que soportaban una persistente capa de hollín. Hay algo lúgubre en la energía de Londres, incluso en nuestros días. Hay una calma ominosa que encubre las más perentorias urgencias. Dentro de un motor, no percibimos la velocidad: son todos pequeños movimientos de émbolos y pistones, sinergias que no parecen tener finalidad ni fin.

El industrialismo victoriano quebraba el cuerpo –los hombres y las mujeres y los niños se reventaban en el mercado de trabajo como si fueran caballos–. El utilitarismo post-industrial se dirige al alma; en un sistema de nanotecnologías, circulación de electrones, fulminación de datos, magnetizaciones y secuencias digitales, la apuesta organicista de la industria es por el control del motor invisible que da verdadero acceso al corazón humano. En la City de Londres las almas se quiebran a menudo. Los participantes voluntarios en la aventura saben que tienen un tiempo promedio de cinco años para entrar y salir del juego con una suma de dinero y su cordura y sensibilidad intactas. La incidencia de enfermedades mentales que incluyen estrés, síndrome de fatiga permanente, ataques de pánico, depresiones agudas, suicidios, manías depresivas, colapsos nerviosos, anorexia, fobias, desórdenes afectivos estacionales y otras condiciones psicológicas, permanecen en el mismo limbo de legislación que el raquitismo, la desnutrición, el índice de mortalidad infantil o la falta de sanidad e higiene victorianas. A una velocidad X en Kbs informáticos, las almas de la City de Londres se rompen, se pulverizan o se endurecen hasta adquirir el filo del diamante.

Los aburridos empleados de la City que en sus horas muertas u ociosas hacen una gira por páginas web porno, pueden ser amonestados o despedidos en base a la información que proporciona el departamento de informática de la empresa, si bien la intención de estos controles no es atrapar rijosos operadores de bolsa sino detectar transacciones de datos de espionaje industrial o traiciones a los protocolos de imagen de la compañía.

El fenómeno es global y puede afectar tanto a un empleado de British Petroleum en el desierto argelino como a un monje budista en un templo de Chiang Mai o a cualquiera que disponga de un ordenador en cualquier punto del mundo. Pero en Londres es la concentración física de un ejército de cientos de miles de empleados corporativos en la milla cuadrada de la City y el área anexa de los Docklands lo que la vuelve espectacular. La comunidad es electrónica y los vínculos virtuales, pero la disposición en “planta libre” de las oficinas organizadas en forma de mil hojas en los ingentes rascacielos es la continuación del taller victoriano por otros medios. Villa Carbón se ha transformado en Villa Pentium. La colmena oscura de las fábricas teñidas de hollín se ha transformado en el panal cristalino con anillas de acero y ventanas de cristal inteligente que regulan la luz del sol.

El empleado de la colmena cristalina sigue siendo el hombre o la mujer de la multitud victoriana apretando el paso por las mismas calles y los mismos túneles a los que se han añadido incrustaciones tecnológicas. Los horarios siguen siendo larguísimos, pero ahora el empleado acude –en algunos casos mediante el incentivo de un bonus y en la mayoría de los casos sólo por conservar el trabajo– por su propia voluntad. El ojo del empleador sigue siendo implacable pero gran parte de su supervisión ha sido delegada a los sistemas informáticos o a la peer-supervision, o sea el control de los empleados entre sí. El empleado de la colmena cristalina no tiene escapatoria sino hacia el interior de la pantalla-celdilla donde remueve diariamente su cera de datos y deja constantemente las huellas de sus dedos y de sus pensamientos. El viaje a la colmena sigue siendo infausto –en muchos casos más largo y más peligroso que en el siglo diecinueve– y la calidad insalubre de la vida se ha desplazado del eje físico al eje mental.

He aquí una cara escondida, inquietante, de la velocidad de Londres: puede parecer un enclave caótico bajo la administración de vetustos poderes post-imperiales; una ciudad-estado gobernada por una burocracia decadente, morosa y al borde del colapso; pero tan cierta como su desorganización es la eficacia de sus sistemas de control y casi todas nuestras acciones son filmadas y casi todos nuestros movimientos registrados y pasibles de escrutinio. Los ataques terroristas del 7J 2005, no han hecho más que exacerbar –y servir de justificación política– a esta tendencia a la supervisión desaforada.

En una ciudad donde hasta un sándwich se suele pagar con tarjeta de crédito durante las prisas de la hora de almuerzo, casi todo lo que hacemos deja huellas electrónicas. Casi todos los días escribimos un diario espectral que incluye nuestras comunicaciones por email o teléfono móvil, nuestras visitas a sitios en la Internet, nuestras transacciones en cajeros automáticos o nuestras compras con tarjetas de crédito o de débito. En materia de microsegundos dejamos huellas perdurables que se almacenan durante meses o años en los servidores de compañías o departamentos estatales. Los datos que se obtienen sobre nosotros pueden ser utilizados por los departamentos de publicidad y marketing de las corporaciones (fastidioso), por los servicios de inteligencia (inquietante), por revendedores de datos personales para fraudes financieros o fragua de identidades (siniestro). En la vida cotidiana nuestros conocidos pueden dejar huellas electrónicas con la crueldad más inocente: muchos ligues que uno hace en bares o discos ni siquiera se toman el trabajo de dejar un mensaje en tu contestador telefónico. Asumen, con toda naturalidad, que al llegar a casa vas a marcar el 1471 e informarte del último número que ha llamado a tu línea. En su defecto puedes revisar la lista de llamadas perdidas en tu móvil y entonces tendrás, si quieres, la opción de llamar de vuelta al interesado o la interesada. En muchos casos son las máquinas las que se llaman entre sí durante días o semanas antes de que dos voces humanas se encuentren, si acaso superan alguna vez la timidez electrónica. Los mensajes textuales son otra manera de esquivar la voz. Pero la persona que no responde el teléfono no está necesariamente coqueteando ni haciendo el amor con una tercera persona: lo más probable es que esté entretenidísima destruyendo facturas y papeles firmados con su flamante shredder o “destructor de papel” a fin de tratar de borrar alguna de sus huellas nunca mejor dicho digitales. No tal vez un magnífico hobby de fin de semana, pero muy comprensible en una sociedad donde no hay cartoneros sino carroñeros de datos que revuelven la basura en busca de membretes de resúmenes bancarios y números de tarjetas de crédito.

Sometido a la fuerza centrípeta de la ciudad –a su irresistible gravedad– el cuerpo se nutre y se mima hasta donde es posible, aunque sea con bocadillos que, no importa qué sabor se elija, saben más o menos a lo mismo y se compran en tiendas similares y resultan tan insatisfactorios como inocuos. Las compañías que requieren el auto-secuestro de sus empleados han comprendido por fin (y este es un avance sobre los utilitaristas victorianos) que el cuerpo es una máquina que requiere un reciclaje periódico de energía y suelen disponer de gimnasios o pagar abonos a “Health Clubs” cercanos a los que es posible hacerse una escapada, correr media hora en el tread-mill, darse una ducha y volver a trabajar. Las compañías pequeñas y medianas no pueden ni soñar con ofrecer estos beneficios y tratan de compensarlo con una salida ocasional al pub, en general un viernes, donde los empleados tienen la oportunidad de emborracharse por cuenta del patrón (y una ilusión de democracia, ya que el patrón se emborracha con ellos). Cafeína sofisticada a precios exorbitantes de Starbucks por la mañana, sándwich triangular en aséptico envase de plástico transparente de Pret-a-manger y alcohol o cigarrillos o aspirinas o calmantes o porros o líneas de coca por la noche –salpicadas por la ocasional escapadita a la máquina expendedora para adquirir un “chocolate-fix” – forman la dieta que regula el desempeño corporal. El cuerpo debe conformarse con esta dieta y con el ejercicio que realiza durante la frenética pausa de 15 o 20 minutos para engullir el bocadillo entre las 12:30 y las 13:30 –hora a la que todo el mundo sale en hordas a la calle y se forman filas en cafeterías, delis, tiendas de comidas rápidas y farmacias–. El espíritu nada tiene que ver con todo esto. El espíritu, como solía decir el Dr. David Whittington, mi médico de cabecera en Londres y un sarcástico genial, dejó de existir hace un par de décadas por decreto de Margaret Thatcher y por lo tanto ya no debemos preocuparnos por él (y mucho menos en la City de Londres, donde no se conocen transacciones espirituales y las ideas de náusea existencial, sentido de la vida, azar o fatalidad de Dios, fugacidad de las cosas, tempus fugit, angst, cosmovisión, eternidad o moral son academicismos muy difíciles de presentar en proyecciones de Powerpoint). A la mente no le falta de qué ocuparse y es conveniente utilizarla como un procesador de datos que se enchufa a un tomacorriente de Villa Pentium, y ya. El alma, por último, puede solazarse con las vistas sobrecogedoras desde las ventanas que dominan la ciudad iluminada al caer la noche –que no son para nada desdeñables– pero no hay mucho más que ofrecerle.


Momentum
Fui un niño fantasioso que creció en la época de la carrera espacial americano-soviética y que presenció con ojos fascinados, en un desvencijado televisor de colegio, el alunizaje de Armstrong, Aldrin y Collins en 1969. De aquella infancia sideral –o acaso sólo lunática– tal vez me venga la idea de que las ciudades –y en especial las megalópolis– son como planetas que nos hacen pensar en su masa, en su gravitación y en su velocidad. Son fenómenos gaseosos y a la vez sólidos de magnetismo y frenesí. La conversación que producen en torno a su existencia es una suerte de "música de las esferas". En esa música podemos a su vez distinguir tempo y ritmo y en el sonido de los nombres de las ciudades, igual que en un fraseo musical, una variación de resonancias que es a la vez infinita y única para cada uno. Escribimos "Shanghai, 1832", o "Berlín, 1939" o "Río de Janeiro, 1981", o "Londres, 1995" y lo que para otros es apenas el pié de página, para uno es una historia de vida que pugna por ser escrita.

Londres proyecta su influencia sobre el mundo entero y su vocación de astro se deja sentir aún estando en su centro. El mejor lugar desde el cuál experimentar su fulgor y su gravitación es el London Eye o Noria de Londres. El London Eye es la metonimia de Londres –la parte minúscula que remite al todo gigantesco–. Es el ojo que contempla su propia belleza. Pero el London Eye es además la metáfora más espectacular del tempo y del ritmo de Londres, y de su velocidad maquínica, y quizá ésta sea la razón de su éxito fenomenal entre el público desde su construcción para los festejos del milenio: una imponente rueda de acero que se eleva junto a Westminster, en la ribera Sur del río. Cada uno de sus rayos culmina en un pod o cápsula de vidrio en la cual van los pasajeros. Desde cualquiera de sus cápsulas, apenas mecida por el silbido del viento, se diría que la ciudad está detenida a fin de dejarse observar. A la distancia, cualquiera diría que es la Noria de Londres la que está detenida. Sin embargo la noria tarda solamente cuarenta minutos en efectuar una rotación sobre sí misma, y no se detiene nunca.

El London Eye es, con sus 135 metros de altura, la mayor noria panorámica del mundo y de la historia. La palabra noria, con su connotación a la monotonía del trabajo forzado, no es la más feliz para describir esta estructura a la vez leve y monumental. La palabra noria trae desde el fondo de la memoria cuentos aciagos de caballos obligados a girar de continuo en el interior de molinos o antiguos tiovivos. (Pero noria proviene del árabe nā‘ūrah, y suena también a rueda de jardín andaluz, o de patio magrebí, que extrae el agua de los pozos y gira formando una constelación de gotitas brillantes). En las ferias de infancia, siempre había una noria con su contorno iluminado por hileras de lamparillas recortando su circunferencia en la noche. Algunos la llamaban “rueda”, que es una descripción sucinta y técnica. Pero en la mayoría de los casos, en el Cono Sur, la conocíamos con el nombre de “vuelta al mundo”, que viene como anillo al dedo para describir al London Eye.

Una revolución completa del London Eye dura unos cuarenta minutos y durante ese tiempo se tiene la sensación de iniciar una vuelta al mundo en globo. De lejos, parece como si la rueda estuviera inmóvil. Al ras del suelo, hay que apresurarse un poco para entrar, ya que anda a un cuarto de la velocidad a la que anda una persona, y no se detiene nunca. A bordo, se tiene la sensación de flotar en una tenue ráfaga de viento. El London Eye tiene primos en todo el mundo y un antecedente célebre es la rueda de Earl's Court, que se construyó como parte de la Exposición de Earl's Court de 1894-95 y estaba ubicada cerca de la estación West Kensington, al Oeste de Londres. Un reclamo victoriano escrito por un tal George Birch, en The Descriptive Album of London, c.1896 la describía como la posibilidad de:

“…experimentar los fascinantes efectos de una ascensión en el aire, sin los peligros a los que se expone un globo aerostático (efectuar un ascenso más alto del que se esperaba, y evitar la improbabilidad de aterrizar de una pieza).”

La rueda de Earl's Court que funcionó entre 1895 y 1909 era una réplica de la célebre Ferris Wheel que había sido la atracción principal de la Exposición de Chicago de 1893. Se elevaba a 92 metros de altura y su rotación era controlada por dos motores a vapor de 50hp. La rueda en sí misma pesaba 500 toneladas, sumadas a las 600 toneladas de los rayos que soportaban el eje. Cada rotación duraba 20 minutos. Las cuarenta cabinas tenían capacidad para 40 pasajeros y no era infrecuente que la rueda se detuviera a causa de desperfectos técnicos mientras las cabinas de cristal estaban llenas, dejando varados a los pasajeros por tiempo indefinido. El 21 de mayo de 1896 a las 19:40 la rueda se detuvo y no fue sino hasta el mediodía del día siguiente cuando el último de los pasajeros consiguió ser evacuado. La Banda de la Guardia, que tocaba en el terreno de la exhibición, siguió interpretando música hasta altas horas para entretener a los pasajeros atrapados, y cada uno de ellos recibió la suma de 5£ de London Exhibitions Limited a manera de compensación. Al día siguiente del percance, se formó una fila de unas 11.000 personas con la esperanza de quedarse atascados en la rueda a fin de cobrar sus cinco libras de compensación, convirtiendo así el desperfecto de la rueda en un incentivo a su popularidad. No es raro que en la época se volviera una humorada frecuente culpar al fallo de la rueda por la tardanza en volver a casa. La rueda sobrevivió hasta 1906/7 cuando dejó de ser lucrativa y cayó bajo la piqueta de la demolición.

Tal vez fueran estos fantasmas de falta de lucratividad, peligro o extravagancia los que echaron cierta sombra sobre los proyectos para la construcción de la Rueda del Milenio, el otro nombre del London Eye en vísperas de las celebraciones del año 2000. Como siempre que se intenta algo arquitectónicamente provocativo, no faltaron los agoreros. Algunas cosas nunca cambian: el periódico The Builder escribía a principios del siglo XX a propósito de la rueda de Earl's Court:

''Tenemos tan poca simpatía por esta clase de tonto juguete sensacional como por la torre Eiffel… Es una pena que el esfuerzo y el costo empleado en su construcción no se haya dedicado a una finalidad más útil que propulsar coches atestados de idiotas alrededor de un círculo vertical''

Convengamos con los redactores de The Builder en que una vuelta en la Rueda del Milenio es la manera más inútil y hermosa de viajar. No nos transporta a ningún sitio y sin embargo al bajar parece como si volviéramos de otro mundo, tal vez de otro planeta, o tal vez de echar una mirada digna de Dios sobre una ciudad que es en sí misma como un planeta.

La inmensa circunferencia gira despacio, pero más veloz de lo que pudiera suponerse a la distancia. El filo del atardecer dibuja un momento en el tiempo y según somos propulsados hacia el cenit alguien dice “it´s gaining momentum” –está ganando velocidad– y comprendo que no existe mejor manera de expresarlo sino con la palabra latina importada por la lengua inglesa: “momentum”, una palabra mágica que resume tiempo y movimiento, impulso y duración.

Aristóteles pensaba que el movimiento circular es perfecto. Pensaba que la Tierra, como una esfera inmóvil, estaba en el centro del universo y que alrededor de ella, incrustados en esferas concéntricas transparentes, giraban los astros y planetas, propulsados por un último motor inmóvil, que actúa directamente sobre la última esfera, más allá de la cual ya no hay nada. Es difícil no ver su teoría, tan errónea como bella, ilustrada en esta contemplativa “vuelta al mundo”.

Las ciudades son como los planetas, y las ruedas de feria como vueltas al mundo y si no me hubiera tocado girar por el mundo en forma literal, aquellos giros en las ruedas de las ferias de infancia habrían bastado para propulsar mi fantasía durante toda una vida, ya que siguen siendo la ilusión del viaje nunca igualado: viajar es siempre imaginar y todos los viajes estaban contenidos en la primera Vuelta al Mundo. ¿Son vehículos las ciudades y dan la vuelta al mundo sin moverse o nos hacen girar como idiotas en una rueda vertical? No lo sé, pero sin duda nos hacen pensar en la velocidad y se comportan a veces como medios de transporte. ¿Son máquinas y, acaso, máquinas de viajar? Si lo son, procuramos disimularlo. En verdad, las ciudades son organismos o mundos enteros y como si fueran planetas que estuvieron allí antes que nosotros y seguirán estando allí cuando nos hayamos ido. Y en cada regreso a cada ciudad que hemos visitado, incluso la propia, nos vemos traicionados por cambios de ritmo y de lugar, de tempo y de superficie. El hecho de que la persona que regresa nunca sea la misma no contribuye a aclarar las cosas.

Escrito por Parafrenia a las Octubre 9, 2007 03:10 AM | TrackBack
Comentarios
Escribir un comentario









¿Recordar informacion personal?