Julio 13, 2004

SERES REFULGENTES

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Dibujo por: Newton

Escrito por:DR. LUIS AGUILAR LEÓN

El pánico de los dioses

Llevan años los hombres escrutando ansiosamente el universo en busca de señales de que hay vida en el universo. No las han encontrado. Y, de acuerdo con una leyenda sumeria, no las van a encontrar.

Cuenta esa inmemorial leyenda, más antigua que los misteriosos ziguratos sumerios, que en una ocasión los dioses, creadores de la humanidad, sintieron un grande terror y se escaparon a remotos espacios del infinito, donde no los podian alcanzar ni los ruegos ni las blasfemias de los mortales.

Desde entonces, agónicamente solos, los hombres no han cesado de inventarse dioses a su imágen y semejanza para dialogar con ellos. Pero el diálogo es en realidad monólogo, los verdaderos dioses se han ido. Por eso decían los primitivos sumerios que las oraciones no son mas que "akhu" vocablo que significaba simultáneamente "dios" y "eco".

No dice la leyenda que fue lo que provocó el pánico de los dioses. Sólo apunta que los dioses clavaron su mirada en la tierra, percibieron algo en los hombres y, horrorizados, partieron en inmortal estampida.

Aparentemente esos dioses no tenía el duro estómago de sus terrenales criaturas. Los humanos nos horrorizamos poco y nos olvidamos pronto. Es una ley casi biológica que nos ha permitido sobrevivir los mas espantosos holocaustos y soportar las mas terribles tiranías. Nuestra cuota de horror es limitada. Según los mas acreditados psicólogos, el tiempo promedio que toleramos frente al espectáculo televisado de miles de niños muriendo de hambre en Somalia o en Calcuta es de cuarenta segundos. Al cabo de ellos, cambiamos de canal o apagamos el televisor. Tenía razón el camarada José Stalin, aquel sombrío profesor de sombras, cuando sintetizó esa liviandad emocional en una terrible frase: "un muerto es una tragedia...un millón de muertos es una estadística".

Lo pavorosamente certero de tal juicio lo podemos constatar en nuestra conversación cotidiana. Ante algún lejano cataclismo, natural o provocado, es posible escuchar a personas, ni crueles ni insensibles, comentar sencillamente "dicen que en Pakistán murieron dos o tres millones de personas". Dos o tres ...un millón de muertos marca la diferencia. Pero es que nuestro horror no crece en relación al número de muertos. Una vez cubierta la cuota inicial de identificación con la tragedia, se nos embota la capacidad de estremecimiento.

Esa condición humana ayuda a entender el por que en toda revolución, clásico ejemplo de violencia colectiva, los que se mantienen en el poder son los que menos se horrorizan ante la muerte de sus semejantes, los que tienen un estómago de hierro. Robespierre tenía mas estómago que Dantón. En el momento en que a Dantón, nauseado ante el implacable rechinar de la guillotina, se le debilitó la voluntad de aniquilar, Robespierre lo pudo enviar al patíbulo por "contrarevolucionario". Lo mismo puede decirse de Rohem frente a Hitler, de Trostky frente a Stalin, o de Fidel frente a los Ochoa que lo rodean.

El estómago de los verdaderos revolucionarios tiene que ser férreo e inmunizarse contra la piedad. Por eso el camarada Lenin, dejó de escuchar la música de Beethoven. La belleza de la música, confesó, le debilitaba su voluntad revolucionaria. Tales conocidos ejemplos iluminan un aspecto sombrío de nuestra época, llamada por alguien "La Era de la Atrocidad". Casi en los albores de la Edad Moderna, Moctezuma I, el emperador azteca, sacrificó en dos días veinte mil víctimas humanas a al dios Huitzilopochtli y a la terrible diosa Coatlicue. Y cuando alguien le pidió la razón de tan copiosa inmolación, el ceñudo emperador azteca respondió secamente: "Los dioses tienen sed". Claro que nosotros, los civilizados, desdeñamos la barbarie de Moctezuma I, quien sacrificaba miles de seres humanos a dioses falsos. Nuestros dioses son mas respetables: el Estado, la Revolución, la Nación, el Partido...Y hemos, además, mejorado infinitamente el aparato inmolador. Hoy en día eliminar a veinte mil seres humanos no toma mas de dos segundos. Nuestros dioses, sin embargo, parecen estar abrasados por la misma sed de sangre que latía en la terrible Coatlicue. De ahí lo aleccionador de la vieja leyenda de Sumeria. Porque lo cierto es que los dioses no tienen sed; los dioses nunca han tenido sed. Somos nosotros los que no cesamos de buscar razones para inmolarles nuevas víctimas. Somos nosotros los terribles e insaciables sitibundos.

Seguramente la certeza de que les íbamos a atribuir a ellos esa atroz e inextinguible sed fue la que provocó el pánico inmemorial de los dioses. Y los lanzó hacia los mas remotos rincones del universo. Por eso escrutamos las mas lejanas galaxias y solo encontramos planetas desolados y voraces "black holes".




Escrito por vampirata a las Julio 13, 2004 06:10 PM
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