Ilustracion: Javier Gonzalez
Escrito por: Manuel de Sousa (granolo75@yahoo.com)
Había varias razones para detener la lectura. El texto comenzó divertido, pero al cabo de cien páginas, se hizo repetitivamente recursivo, la chica americana ya se hacía latosa con sus cartas a su amiga de Pensilvania, en donde sólo hablaba de las ocurrencias de su nuevo novio andaluz semi-gitano, algo con lo que estoy familiarizado por razones post-coloniales.
Otra razón, el calor del verano mediterráneo exige una hidratación no sólo fisiológica sino superficial, ir a la playa y no bañarse es como ir a la biblioteca y no leer. Ahí radicaba el problema que me llevó a una tercera razón para dejar de lado el texto. ¿Cómo bañarme en la playa sin dejar mi mochila descuidada y vulnerable al raterismo magrebí?
La respuesta a esta pregunta coincidía enteramente con la cuarta y más inquietante razón para olvidarme de necedades antropológicas, alimento exótico–lingüístico para la tesis de grado de la estudiante yanqui que protagonizaba el libro: A unos seis metros de mi, una bolsa de Zara, unos lentes de sol gigantes clavados en la arena, una revista Vogue, una botella de agua mineral y una pequeña toallita, sobre la cual, dormía la figura que me hizo despreciar la lectura y eliminar la literatura de mi vida hasta nuevo aviso.
El sol era riguroso con su piel, había lugares mas rosados que otros en sus piernas y espalda, sería irreversible el ardor nocturno, aun así, parecía estar dormida indiferente a los rayos ultravioleta.
¿Seré capaz de medir su simpatía con una pregunta idiota pero concreta? Creo que si es de habla inglesa me será mas fácil romper el hielo, la practicidad anglosajona descuenta vergüenza y pudor en mi.
Si habla español me dará más calor, la lengua de Cervantes es más cálida, compleja y literal. He de tener cuidado de sonar muy sopesado y pedir el favor directamente, desarrollar una conversación en la que termine sabiendo su nombre sería demasiado triunfar, algo a lo que no estoy acostumbrado en un lugar tan caluroso y con tanta gente semi-desnuda.
Los noticieros repiten cada día la importancia de mantenerse hidratado y beber suficiente líquido, atendí a la precaución, bebí litro y medio de agua casi de un solo golpe. Las ganas de orinar, debo confesar, tuvieron gran peso a la hora de tomar mi decisión final.
-- ¿Hablas español?—Pregunte tímido, por que en el fondo así fue. De igual manera, acercarme directamente a su espacio fue más audaz que hablarle, sentí que ya había ganado la batalla a la desconfianza.
Sí, fue su respuesta. No tan simpática como para ganar más confianza, pero gentil y racional, sabía lo que significaba la soledad en aquel balneario mediterráneo, creo que adivinó mi intención y me comprendió.
--¿Puedo dejarte mi mochila para bañarme un rato?— No había vuelta atrás, pude incluso intentar detallar su piel por milésimas de segundo, no había bronceado, no hacía falta, solo regiones rosáceas que obligarían a enternecerse a quien tuviera el poder glorioso de tocarla.
--Si claro— Asintió afirmativamente, nuevamente simpática, pero para mi tristeza triunfal, desinteresada.
Me di un baño súbito, sin dejar de pensar en que pudiera estar tardando mucho y en buscar la manera de no llegar de nuevo a su feudo arenoso, decir gracias como un idiota y largarme.
El baño me refrescó sin duda, pero en el trayecto desde la orilla hasta ella, me dio calor otra vez. Otro momento en el cual no sé en que medida soy un tipo con suerte, conseguí mis objetivos: bañarme en el mar, refrescarme, orinar y recuperar mi mochila. Todo salió bien.
Mojado y fresco me había acercado a ella, hablaba plácidamente por su teléfono móvil. Apenas intentó intentar sonreír cuando le di las gracias y tome mis cosas. Me sequé bajo el sol sin dejar de mirarla, la llamada alteró su estancia en la arena. Se puso un vestidito recién comprado que delineaba si figura, removió la etiqueta y se colocó una larga cadenita dorada alrededor de su cuello.
Los grandes anteojos de sol cubrieron sus mejillas sonrosadas por el rigor de la temperatura, tomó su bolso y depositó la botella de agua vacía en la bolsa de Zara. Se marchó caminando relajada y descalza. Iba a verse con alguien con toda seguridad. Esa tarde, mi suerte llegó hasta allí.
Escrito por: Manuel de Sousa (granolo75@yahoo.com)
Me dirigía a casa de una amiga. Como cualquier persona normal, me detuve en el portal a tocar el intercomunicador. Para mi extrañada impresión, sentí la mirada pesada de una mujer fea, divorciada por regla laboral, curiosa hasta la tumba de su bisabuela e indiscreta.
Era la encargada de la portería. Su trabajo: saber quien viene, quien se va, quien fue, quien era, quien dijo, quien estuvo, quien sabe, quien llegó, quien se mudó, quien es, quien era, quien soy.
Un signo de decadencia laboral, oportunidades para mujeres desdichadas, hambrientas de darle sentido a sus vidas, a costa de la intimidad de otros. Su indiscreción remueve los tuétanos del más taciturno individuo. Una cuestión de seguridad quizá, un barrio semi-burgués, el terror de las noticias, amas de casa ociosas, principios de una jubilación aburrida y reposo médico.
La mujer miraba y remiraba, incluso hacía comentarios a un hombre que le hacía compañía en su vigilia diurna. Mi amiga no estaba en casa, fue lo mejor que pudo pasar.
No quisiera caer en la verborrea chismosa de esta miserable cristiana, en su indigna labor inquisitiva, ni mucho menos en su faena impaciente.
Artimañas del sistema social, mejor que esta doña chismee antes de enviarla al paro. Algunas hacen crucigramas y limpieza, como la gentil Silvia, encargada de la portería del inmueble donde resido. Intenta pulir su dignidad y lo hace bien, lee mucho, saluda y se despide amablemente.
Toma sus vacaciones y es sustituida por una señora de origen asiático, descarada en su mirada curiosa, aunque simpática a cuenta gotas. Parece tomar en serio su trabajo, hasta preguntas hace cuando lo considera necesario.
La figura de la portería y su impacto socio-vecinal implica la creación de una asociación o sindicato: el SIMUEP, Sindicato de Mujeres Empleadas de Portería. Silvia sería la presidenta si el mundo fuera verdaderamente justo.
Intentaré visitar a mi amiga en horas de la noche, para ahorrarme ese sinsabor cotidiano de ser observado por esta señora y su pecaminosa manera de ganarse el pan.
Escrito por: Manuel de Sousa (granolo75@yahoo.com)
Los gendarmes reaccionaron con poca voluntad, la chica rusa ya había sido agredida y la dignidad policial sólo subsistía en panfletos poco atractivos.
Luego de la escueta manifestación de la policía, los efectivos que velaban por la seguridad de sus colegas volvieron sus espaldas, nuevamente, para garantizar la quietud y el pacifismo durante otra protesta.
Esta vez, un no muy numeroso grupo de gente, en su mayoría inmigrantes, activistas y turistas socialmente sensibles, pregonaban consignas reivindicativas y pedían justicia por el asesinato de un inmigrante nigeriano.
Agresores y agredidos tomaban la calle en defensa de sus intereses, mientras el resto de la gente observaba con curiosidad turística e estupefacción ciudadana. Las cámaras de los medios de comunicación se entremezclaban con las de los particulares, todos al unísono buscando una imagen para si.
“La mani de la poli,” dijo un chico barbudo con peinado descuidado, de esos que usan camisetas de películas de Stanley Kubrick y piensan que son desiguales. En su intento de sofisticar su lengua materna para sentirse modernista, se escucha mas medieval que el grosor de sus tobillos peludos talla jamón. Otro sonso representante de una juventud de sangre rural y semi-arabesca, que rinde culto al insumo, un culto inculto e ingenuo.
“Surrealista ¿No?” , balbuceó esta vez un hombre poco mayor de treinta años, refiriéndose al grupo de inmigrados que demandaban derechos civiles. Vestía como un adolescente fanático del rock; su compañera, bien entrada en kilos, no podía disimular su herencia ibérica, ni en su cintura, ni en sus muslos y tobillos, ni mucho menos en su respuesta: “Si tio, surrealista.”
Hijos de generaciones provincianas de trabajadores del campo, semi-integrados a la modernidad y a la ciudad, zopencos urbanos pretenciosos de oficio. Con acento macarro y axilas hediondas, visten modernismo, piensan medievalismo y viven surrealismo.