Mayo 30, 2004

La geografía de mis cicactrices

He prometido contar un par de cosas en este blog que todavía no he hecho. Una es despellejar al mundo de los estudios sobre desarrollo y al mundo de la cooperación internacional. Lo haré cuando acaben las clases del máster.

La otra, si mal no recuerdo, es contar mi culebrón universitario. Mi reencuentro con Bz. hace unas semanas y el estado de nuestra renacida amistad hizo saltar un mecanismo de alerta en mi cabeza. El orgullo, o quizás la prudencia, de conceder confianza a alguien con quien creí haber quemado las naves hace tiempo. Hablé con ella además de A., que es la única persona a la que casi podría llamar amigo aquí en Madrid, y cuyo vivencia de todo aquello me quedó siempre reservada por sus silencio y por su autoengaño ante lo que pasaba. También eso me hizo pensar sobre los límites de nuestra confianza. Y sobre lo rápido que cura la distancia y el tiempo las heridas que en otro tiempo fueron devastadoras. De pronto, parecía que había olvidado todo. Así que me dije a mí mismo que debería mirar atrás y recordar. Las lecciones las tengo bien interiorizadas, pero no es bueno olvidar cómo la vida nos produjo las cicactrices que llevamos en la piel.

...

El tiempo y lugar es mi facultad a comienzos de la carrera. Tenía 24 años y matricularme en la universidad había supuesto romper por completo con la vida que había llevado desde que hice la Selectividad. No sabía cómo se me iba a dar estudiar en la universidad. Siempre podía volver al mundo de la informática. Éramos la primera promoción, y con todos los que hablaba me auguraban buenas posibilidades de al terminar se ofertaran plazas de profesor que coparíamos los de mi promoción. Ser profesor comparado con mi subempleo como técnico informático sin contrato ni horarios era un sueño.

A las pocas semanas de clase ya fui dando la nota como empollón. Llevaba a mis espaldas una buena carga de libros leídos que me hacían destacar por comparación con mis compañeros recién salidos de la enseñanza secundaria. Y además no encajaba con nadie. En los descansos vagaba de un corrillo a otro, sin integrarme del todo en las conversaciones. De entre todas las chicas de clase me fijé en una que también andaba a su aire: Bz. Al segundo mes de clase caí en la cuenta de que le estaba prestando demasiada atención. Y sabía qué significaba eso y a dónde me conduciría. Mi solución habitual era cortar de raíz el problema, pero como solía ser habitual me preguntaba por qué tenía que privarme del trato con alguien sólo para seguir teniendo las cosas bajo control.

Un día, a la salida de clase Bz. tenía que quedarse a esperar a su hermana que la venía a recoger en coche. Lo contó con el fastidio de aburrirse al tener que hacerlo en un edificio vacío y de noche. Me ofrecí a acompañarla. Otro chico de clase, A., lo hizo también. Se comportaba como el típico empollón tímido intentando ligar con una chica. O lo que él creía que era ligar. O sea, se comportaba como yo.

Los tres empezamos a pasar tanto tiempo juntos que A. y yo nos hicimos amigos. Una chica me apuntó la paradoja de que si dos amigas se interesan por el mismo chico terminan peleadas, y que dos chicos interesados por la misma chica termináramos haciéndonos amigos. Bz. vivía lejos del área urbana donde está nuestra facultad. Así que era más fácil que A. y yo quedáramos e hiciéramos vida social juntos.

Bz. tenía que coger el autobús para volver a casa. Y casi siempre era un ritual acompañarla a la parada, y que luego yo esperara a que A. cogiera el suyo. Un viernes ella se despidió de nosotros y dijo que ya seguiríamos en contacto por teléfono. Cuando ella ya se había ido, comenté a A. que yo la llamaría al día siguiente, sábado, porque me había quedado con muchas ganas de hablar con ella. Él díjo que aquello le parecía una tontería, que nos volveríamos a ver a la vuelta del fin de semana. Al día siguiente cuando hablé con Bz., después de comer, me comentó: "¡Qué casualidad. A. acaba de llamarme hace pocos minutos!".

Empecé a notar una actitud competitiva en A. La gente comentaba qué buenos amigos éramos. Incluso en varios momentos y lugares se hicieron bromas de que éramos una pareja homosexual por lo unidos que parecíamos estar. Pero cuando yo hablaba con personas de confianza, siempre decía que él y yo éramos amigos exceptuando un tema. Ella. Era una amistad con una sombra oscura.

Cuando fueron pasando los meses noté que ella le prestaba mayor atención a él que a mí. Al fin y al cabo él tenía la misma edad que ella, y parecía ser de los dos el que más inquietudes compartía con ella. Pronto me encontré en medio. El creía haber dado los pasos suficientes, y esperaba una respuesta de ella. Ella esperaba de él una señal clara. Los dos me comentaban sus dudas. Pero no intervine. Ya conocía la experiencia de un amigo que unió a la persona que quería con otra persona cercana. Y no fue algo agradable.

Más tarde ella me diría que no esperaba de él más que amistad, pero me sonó a autojustificación tardía. Era el mes de mayo, aproximadamente, del primer año de carrera. Si A. llegó a tener alguna oportunidad con ella la dejó pasar. Yo por mí parte decidí distanciarme de ella. Había decidido abandonar el juego.

Escrito por Lobo a las Mayo 30, 2004 11:32 AM