Mayo 31, 2004

Laberinto

La Semana Santa que empezó todo, A. estaba de viaje. No tenía claro cómo se lo tomaría a la vuelta. Delante mío sus aspiraciones con Bz. eran simplemente amistad. Nunca insinuó que por ella sintiera nada más. Aunque yo supiera qué estaba realmente pasando. Ella me había dicho que su aparente interés por él a finales de primero no había ido más allá de la amistad. Quizá no fuera verdad, y después de haber conocido esa faceta de A. que le había molestado se hubiera arrepentido y negara todo.

El hecho es que ella no tenía interés por él. Y en mi forma de ver las cosas, cuando toca perder lo más elegante es abandonar el juego. A mí me había tocado siempre, y enfadarme o reprocharle a un amigo que una chica que me parecía interesante lo hubiera preferido a él me habría llevado a enemistarme con medio planeta. La cuestión es que él nunca hizo alusión al tema desde esa perspectiva. Y por eso entendí que no había problema. O precisamente, el problema estuvo en que nunca habló conmigo de ello.

Ella y yo nos volvimos a ver una segunda vez aquella Semana Santa. Paseamos por mi ciudad, y cuando nos cogimos de la mano sentí pánico ante la idea de encontrarme con alguien conocido. ¡Mis tíos!, pensé asustado, por ejemplo. Iba ser la comidilla en la próxima reunión faumiliar. Yo, el empollón desgarbado y
desaliñado, Quijote en su mundo de libros y ordenadores, ¡con una chica!.

Me habían resultado tan humillantes las bromas de mi padre cuando tenía quince años sobre las chicas y las novias que nunca tuve, que me había dicho que mi familia jamás sabría nada cuando tuviera una relación. No apareció nadie, pero me sentía ridículo. Como si a fuerza de prepararme mentalmente para la soledad años y años, el tener pareja me convertía en un traidor a la causa de los empollones solitarios. Nos despedimos aquella vez sin ni siquiera besarnos.

Y en clase, actúabamos como si nada hubiera pasado. Yo no quería que nadie lo supiera hasta que sintiera que la relación estaba consolidada. Ella no quería que por boca de un compañero de clase, que se movía en sus mismos círculos fuera de clase, se enterara su anterior pareja de que ahora estaba con alguien nuevo.

Empecé a creer que había empezado una relación vacía de contenido.

Había pasado como diez días después de haber empezado nuestra relación, y una noche ella se ofreció a llevarme a casa en coche. Acababa de estrenar el carnet no hacía mucho. Y yo me encerré en uno de mis silencios después de que ella me desgranara su agenda.
-¿Es que no nos vamos a ver de aquí al verano, o qué? Le dije.

Paró el coche una calle por encima de la mía. Hablamos, y le conté mi sensación de que en realidad habíamos empezado una relación vacía, que no sabía si aquello realmente había sucedido. Me quitó la idea de la cabeza. Al final en la despedida, nos dimos un beso en la mejilla. Nos quedamos mirándonos, apenas unos segundos, y deslicé mi mano izquierda por su nuca. Y casi como si hiciera algo que no debía, la besé. Por unos instantes leí en sus ojos un miedo y un dolor que no sabría descifrar hasta mucho tiempo después. Como un abismo, como una negrura. Un desgarro de animal herido que duró unos segundos hasta que cerró los ojos.

...

Pasó el tiempo y A. parecía no comprender que ella y yo habíamos empezado una relación en serio. Un día, ella cogió el autobús para volver a casa. Ya se había despedido de los dos, cuando en el último momento a punto de subir a él volvió hacia mí para darme un último beso en la mejilla. A. me preguntó luego, intrigado, si nuestra despedida había consistido en un "pico". Le contesté que no, y eso pareció aliviarle: "Ah, es que pensé que os habíais besado. Entonces no habés llegado a esa fase".

No entendí nada. Hacía tiempo que ella y yo compartíamos más que besos y él aún pensaba que un beso en los labios era algo a lo que "todavía no habíamos llegado". Quizás fue culpa mía. Quise siempre evitar molestarle y nunca en su presencia me comporté con ella como pareja. Creo que delante de él jamás besé a ella en la boca. Y con eso quizás creamos para él la realidad virtual de que ella y yo teníamos una relación platónica.

A. es alguien que toca mucha a sus amigas. Él lo llama "cariño". Freud lo llamaría sublimación. Bz. es a su vez la clase de chica que da mucha confianza a sus amigos. Mientras ella y yo nos comportábamos en clase a vista de todo el mundo como dos simples colegas, él llegó un día a pasar su brazo por el hombro de ella en una clase. Como una pareja en el cine. Nunca dije nada porque suponía que ella sabría establecerle el límite. Llegó a decirme más tarde que aquel gesto le había molestado, pero que no sabía cómo pararle sin ofenderle. Yo, por mi parte, nunca le dije nada a él. Yo aborrecía a los novios posesivos, y no quería convertirme en el prototipo de machote que me disgustaba. Y mientras, sentía un nudo en el estómago cada lunes que la encontraba en clase y reprimía las ganas de tener un gesto de afecto con ella.

Se acercaba la convocatoria de junio y dejamos de vernos fuera de clase. Nuestra relación se convirtió en encuentros clandestinos al acabar las clases. Ella repetía siempre las pocas ganas que tenía de volver a su casa. Pero los dos sabíamos que cada uno tenía que volver a la suya, y afrontar la realidad.

Otra cosa que fui comprendiendo con el paso del tiempo fue su relación con su anterior pareja. Al principio me la había descrito como la del típico ex-novio que no ha aceptado el fin de la relación y que insiste en ir más allá de la precaria amistad establecida tras la ruptura. Pero era algo más. D. había sido su mejor amigo en el instituto, un período lleno de traumas adolescentes para ella. Había encontrado en él a otro bicho raro con el que encerrarse en una burbuja. Según ella, el último año en el instituto había sentido la necesidad de ir más allá de aquel enroque, mientras él continuó entendiendo el mundo con los mismos esquemas. Se fueron distanciando, pero ella siguió manteniendo la relación de pareja con él, como un cascarón vacío. Acudía a él cuando necesitaba afecto, para distanciarse tan pronto no le necesitaba. Hasta que llegó el momento en que él se cansó de sentirse utilizado y se plantó. Empezaron los reproches y las discusiones, jalonadas de reencuentros. El primer año de carrera, había todo pasado desapercibido para mí. Ella quería salvar la amistad, pero era demasiado tarde. Y no se atrevía a cortar amarras porque se sentía en deuda con él, a pesar de o precisamente por sus chantajes emocionales. Ella justificaba todas sus conductas.

Con el paso del tiempo fui comprendiendo que ella no estaba siendo sincera del todo conmigo. Quizás no lo fuera ni siquiera consigo mismo. Cada vez que intentaba hablar con ella del tema me despachaba con "tú no entiendes lo mío con él". Pero el problema es que lo entendía demasiado, y no hice nada.

En plena época de exámenes pasó otra de esas cosas significativas ante las que no actué. Por asombro, por torpeza o por cobardía.

Una tarde Bz. y A. habían quedado para preparar una asignatura juntos o algo así. O quizás fue simplemente para hablar. Su relación como compañeros de clase había tocado fondo a finales del año anterior. En Semana Santa tampoco pasó un buen momento, pero poco a poco fue normalizándose.

Y una noche, en el Yahoo! Messenger él me habló de su encuentro con ella. Estaba contento: "Lo nuestro tiene futuro", me confesó. Había hablado con ella y sentía que su "relación" iba a ir más allá de la universidad. No quería hacerse demasiadas ilusiones, pero al igual que él, ella aspiraba a vivir en Madrid tras la carrera. Y quién sabía lo que sucedería entonces.

Al que consideraba por aquellas alturas mi mejor amigo en la facultad, me hablaba de su futuro común con la que era mi pareja. Increíble. Como si yo no existiera. O no pintara nada. ¿Qué creía él que había entre ella y yo? ¿O qué esperaba? ¿Qué le invitáramos a formar un trío?

Cuando hablé con ella lo explicó todo como una exageración de él, que se había tomado a la tremenda un comentario suyo sobre estudiar juntos en Madrid al acabar la carrera. En aquel momento comprendí que mi relación estaba sentenciada. Aquello iba a ir a más. Era una bola de nieve mental en la cabeza de A. que crecería cada vez más. De momento era una sospecha, que si compartía con ella, sabía que iba a provocar que me llamara paranoico. Y cuando quisiera pararla, cuando quisiera decirle a ella que había unos límites que no estaba dispuesto a que él cruzara, sabía que me tacharía de machista y retrógrado. Que no tenía derecho a decirle lo que ella podía hacer o no. Y como lo sabía, no hice nada. Mejor evitar el conflicto, y hundirme con la nave.

Nada más acabar los exámenes, A. se fue con su familia de vacaciones e invitó a Bz. a ir con ellos. Se marchaban al día siguiente de yo terminar mi último examen. Salí disparado cuando lo terminé a casa de él, donde ella pasaría la noche para salir de viaje muy temprano la mañana siguiente. Yo tenía un compromiso en otro sitio, y me había despedido de ella unos días antes. Pero sentía la necesidad de estar juntos.

Se sorprendió de verme, y nos pasamos el poco rato que estuvimos juntos sin parar de buscar el contacto con el otro. Era tan evidente, que A. se demoró bastante cuando fue a buscar unas galletas a la despensa para dejarnos a solas. Era una tarde cálida de julio y nos sentíamos libres con el verano por delante. Aquella noche le mandé a ella vía Internet un mensaje a su móvil. Fue la primera vez que me atrevía a decirle "te quiero".

Yo me fui de vacaciones a los pocos días. Fue algo corto, pero necesitaba descansar tras los exámenes. Una noche, en el lugar donde me estaba quedando recibí una llamada de los dos. Ella estaba bajo los "efectos" de mi mensaje. Y a pesar de todas las dudas, parecía que lo nuestro se había afianzado. Estaba impaciente por regresar. Fue ella a buscarme al aeropuerto. La primera vez que regresaba de algún sitio, y alguien me estaba esperando. Por un día, una vez, nos encontramos y puedo decir que casi fui feliz a su lado. Sólo eché en falta poder disfrutar un momento así en un viaje lejos de casa.

Dos días después de mi cumpleaños fui a quedarme en la casa de ella. Su familia no estaba. Teníamos la casa para los dos. Y no puedo decir que me sintiera a gusto. Algo había enturbiado el ambiente. Por la mañana, llamó D. y tuvieron una discusión por teléfono. Ella se puso de mal humor. Y sentí que por enésima vez D. era una nube oscura que ennegrecía mi relación con ella. Me vino una idea, de pronto: Ocupo el lugar de otro. Y aquel día asumí definitivamente lo que ya sabía. El resto fue una espera.

Escrito por Lobo a las Mayo 31, 2004 08:52 PM
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